martes, febrero 15, 2011

BERLINALE 2011 J05 Nader y Semin Una Separacion, The Future, El Caballo de Turin

NADER Y SIMIN, UNA SEPARACION. Diagnostico de un país

Asghar Farhadi ya demostró sobradamente en su anterior película About Elly que era un director con recursos sobrados para trazar un retrato preciso de algunos de los males más notorios que aquejan a la sociedad iraní sin necesidad de aspavientos ni de levantar demasiado la voz, que ya se sabe que hacerse notar de manera evidente no es algo que las autoridades lleven bien y si no que se lo digan al pobre Jafar Panahi. En aquel estimable filme Farhadi se las apañaba para, con una variación sobre Antonioni, colocar a sus universitarios y acomodados protagonistas en una situación insostenible por el peso de la intolerancia, la tradición y la decencia asfixiando sus movimientos hasta lo irresoluble, lo que en cierta forma venía a afirmar la imposibilidad por parte de esa sociedad mucho más compleja y menos monolítica de lo que parece a simple vista de soslayar algunas de sus más tristes señas de identidad.

Nader y Simin comienza como lo que el resto de su título indica, con los dos protagonistas escenificando delante de un juez su separación en un largo plano fijo en el que ambos tienen espacio para expresar sus encontradas posturas: ella tiene un visado temporal y por lo tanto una ventana abierta por la que escapar hacia espacios más tolerantes. Él tiene un padre con Alzheimer del que ocuparse y ciertas reticencias a lanzarse a semejante aventura. Entre medio, la hija de once años de ambos que no podrá abandonar el país sin el permiso paterno. El choque de posturas enfrentadas es inevitable, Simin hará las maletas y se irá a casa de su madre y Nader se verá obligado a contratar a alguien para que cuide de su padre mientras trabaja, con consecuencias inesperadas, ya que una serie de catastróficas desdichas encadenadas acabará sumiendo tanto a su familia como a la de su contratada, de una clase social inferior a la suya, en una espiral de lesiones, pérdidas, peleas y demandas por ese honor y la decencia en cuyo nombre se cometen tantos desmanes que conforman un inquietante retrato de una sociedad con serios problemas para enfrentarse a sus conflictos más lacerantes.



A veces realizar una película política consiste precisamente en esquivar la política para hablar de lo cotidiano con una naturalidad desarmante pero una intención inequívoca. ¿Hubo acaso una mejor denuncia del franquismo que las películas que Azcona, Ferreri y Berlanga realizaron en su momento? Pues Farhadi se aplica el cuento y deslumbra con una película magnífica en la que todo está medido de forma extraordinaria, donde no se da una puntada sin hilo y en la que ante nuestros impávidos ojos y con estructura casi de thriller costumbrista se van desgranando poco a poco las miserias de una sociedad acorralada, con sus parados frustrados, con unos niños que aprenden por las malas una moral dudosa y que no tienen en el comportamiento de sus padres precisamente el mejor ejemplo, en el que los jueces actúan con una frialdad y una determinación a menudo sorda, en el que las mujeres juegan un papel conciliador fundamental que es proporcional al desamparo que sufren en una sociedad que lejos de protegerlas las condena por su simple condición, en la que a muchos hombres no les queda mayor refugio que el del honor mal entendido y en la que la religión se vive en muy diversos grados mientras las diferencias de clase siguen siendo igual de patentes que siempre.

Es Nader y Simin Una Separación una película luminosa tanto por lo que muestra como aun más por lo que no y uno intuye y sobre todo por la modélica forma en la que construye semejante entramado de situaciones y relaciones, en la que todos los personajes que desfilan por la pantalla tienen más que sobradas razones para actuar como lo hacen, en la que el blanco y el negro no existe sino una amplia tonalidad de grises que no hacen sino aumentar la confusión. Sobrevuela sobre todos una palpable sensación de miedo no solo al estado sino al desamparo, la humillación y la exposición pública que esclerotiza a una población amedrentada.

Farhadi, ayudado por un reparto más que ajustado – ellos están bien, pero todas las actrices, niñas incluidas, están sencillamente impresionantes - y un medido sentido de la puesta en escena, construye la tensión y cuadra el drama hasta desembocar en un plano final antológico de esos de los que uno tarda en deshacerse y que le persigue mucho tiempo después de que las luces se hayan encendido pero no hayan conseguido ahuyentar las sombras que se instalan en tu cabeza, la congoja que se te queda dentro. Y sientes que por fin has asistido a una de esas obras importantes que justifican por sí solas un festival. Es tan buena que no sería de extrañar que el Jurado, en uno de esos ataques de ir a contracorriente de la opinión común de crítica y público que a veces les entran, la dejara fuera de un Palmarés que visto lo visto hasta ahora debería coronarla como sin duda merece.

THE FUTURE, Pareja de memos en crisis

No le hizo demasiado bien a Miranda July sacar a la palestra su película el mismo día que Farhadi arrasaba con su propuesta. Frente al vendaval de talento del iraní, la estadounidense apenas podía oponer un intento mal encaminado de ofrecer frescura en una nueva crisis, esta vez la de un par de treintañeros desubicados, confusos y deseosos de enfrentarse al alineamiento general sin otras armas que un sentido del humor algo absurdo, una falsa inocencia que esconde una profunda insatisfacción vital y el empeño en autoafirmarse aunque sea a costa de dejarse por el camino todo lo importante.

La pareja en cuestión, encarnada por la propia Miranda July – que ya hizo lo propio en la curiosa y en mi opinión algo sobrevalorada por la crítica Tu, Yo y Todos los Demás – y Hamish Linklater decide que para dar un salto adelante en su relación necesitan dar el muy trascendente paso de adoptar un gato enfermo, que por cierto en un detalle de originalidad es el narrador en off de la función (?), y mientras esperan a que le den de alta en la clinica veterinaria resuelven disfrutar de sus últimos días de libertad (??) antes de adquirir semejante responsabilidad dejándose llevar, abandonando sus respectivos y al parecer muy esclavizantes trabajos y buscar cierta esquiva realización personal.

Lo que puede pasar al jugar con estas cosas es que a veces los experimentos pueden salir algo rana y a falta de una cabeza algo ordenada – lo que no es el caso en este par de memos por más que la directora se empeñe en dotarles de una patina de trascendencia menos creíble que la presunción de inocencia de Berlusconi – uno se puede acabar metiendo en un jardín considerable y acabar mandándolo todo al garete. Aun reconociendo que hay momentos en los que la película de July tiene gracia y cierto sentido del humor bizarro, la verdad es que la sensación general es que uno está ante una pedante tomadura de pelo, que sus autores están tan encantados de haberse conocido que dan por sentado que lo que cuentan es gracioso, poético o relevante cuando la mayor parte de las veces resulta patético, ñoño y pretencioso.


El poco juego que ofrecen ciertas reflexiones sobre la madurez y la vida en pareja quedan solapadamente ahogados por su afán constante de señalarse a si misma como una propuesta fresca y diferente sobre un tema sobado, con lo que al final lo que resta es uno de esos platos que sobre la receta tenían muy buena pinta pero a los que no apetece mucho hincarle el diente aunque al final sean comestible.

EL CABALLO DE TURIN, La apoteosis del estilo Bela Tarr

Bela Tarr es uno de esos autores con los que una vez que te encuentras de frente ante cualquiera de sus obras no te queda mayor opción que o bien convertirte en su defensor acérrimo y batirte en duelo dialéctico contra todo aquel que ose despreciar sus propuestas o tomar el bando contrario y huir despavorido con la sola mención de su nombre, dado que su muy personal concepción del cine, esteticista, abigarrada y atmosférica, tan tendente a echar al personal a patadas de las salas de cine porque sus obras están más cerca de aquel arte y ensayo que tanto se llevaba en tiempos que de lo que circula no ya por las salas de cine convencionales sino por los festivales más distinguidos, no deja lugar alguno para el término medio. Reconozco que tras alguna que otra terrible experiencia en festivales, yo era de los que pertenecía a este segundo grupo. Y puede que aun lo siga siendo porque no seré yo quien recomiende de forma temeraria a todo el mundo el visionado de su nueva película, pero lo cierto es que no me queda más remedio que reconocer que el cine de este hombre resulta tan apabullante que la digestión puede extenderse hasta muchas horas después que hayas terminado (o no) de ver su película. Lo que tampoco tengo claro si es o no algo bueno. Pero que deja huella, eso seguro.

Comienza esto con un texto que nos cuenta que al parecer Nietzsche perdió la razón un día que vio como un cochero azotaba a su caballo. Y se pregunta por el destino del caballo del título, al que en una secuencia inicial absolutamente sobrecogedora seguimos durante varios minutos en su fatigado trasiego hacia una pequeña casa azotada por el viento y un frío polar donde se refugian el viejo cochero y su hija sin poco más que algunos enseres, unos cubos de agua, un pozo viejo donde llenarlos, un fuego, algo de alcohol casero y algunas patatas que hervir para sobrevivir. Y luego están los rituales, repetitivos, metódicos, lentos e inacabables, que Tarr refleja con una cámara que a lo largo casi dos horas y media de duración apenas registra una treintena de elaborados planos fijos o secuencia en los que la cámara o bien aguanta estoicamente el plano fijo, lleva a cabo travelling majestuosos o bien se mueve tan levemente que hasta una planta podría por momentos crecer más rápido en la dirección indicada.



La historia, de supervivencia en condiciones extremas y dividida en varios días interminables en los que los rituales se suceden hasta que tanto los protagonistas como uno mismo abandona toda esperanza – en distintas cosas –, resulta tan mínima como por momentos fascinante. Tarr se trabaja a fondo el sonido hasta el punto que uno juraría que incluso en la sala sobrecalentada del cine se le mete el frío y el viento en los huesos y se las apaña para inducirte a una especie de trance hipnótico en el que tampoco es que importe demasiado que te eches una cabezadita incluso larga entre plano y plano, porque las circunstancias no es que cambien mucho de un día a otro, salvo a peor. Una crepuscular fotografía en blanco y negro, una música machacona digna de las mejores y más obsesivas variaciones de Philip Glass y unos diálogos casi inexistentes pese al apocalíptico monólogo sobre la condición humana y el estado de las cosas que se marca un personaje que aparece por allí brevemente conforman una de esas propuestas que uno jamás recomendaría a nadie salvo que se estuviera muy pero que muy seguro de con quien se está hablando por aquello de no correr el riesgo de que no vuelvan a dirigirle la palabra ni confiar en el propio criterio, pero que sin embargo no es ni mucho menos una obra desdeñable sino muy al contrario una de esas películas que vistas en unas condiciones de proyección tan extraordinarias como las que ofrece la Berlinale se convierten en toda una experiencia fílmica. De la que puedes salir echando pestes, claro. Pero una experiencia al fin y al cabo.


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