sábado, octubre 29, 2005

SEMINCI, Crónica 7: Segundo Asalto, Banquete de Boda, Sueños de Shangai

SEMINCI, Crónica 7. David Garrido Bazán. Cobertura de la 50ª Seminci para La Butaca.Net. Todos los derechos reservados.

Segundo Asalto: Boxeo, robos y decisiones (in)morales


La segunda y última aportación española a la Sección Oficial de la Seminci es una obra que, afortunadamente, nos ha hecho resarcirnos un poco del mal trago que supuso en su momento la fallida Vida y Color y dignificar un poco el papel de nuestra cinematografía. Daniel Cebrián, que en el 2000 debutó con la interesante Cascabel, se ha tomado su tiempo para hacer su segundo largometraje, una película en la que pesa bastante el ánimo de subvertir un poco los géneros. Quien se acerque a ver Segundo Asalto pensando encontrarse con una película sobre el boxeo – Ángel, su protagonista, es un chaval de unos veintipocos años que quiere dedicarse profesionalmente a ello – verá defraudadas sus expectativas, y lo mismo le sucederá a aquel que piense en una película de atracos al estilo clásico – Vidal, Darío Grandinetti, es un antiguo boxeador dedicado ahora a robar bancos que aparece por el gimnasio con la aparente intención de reclutar a Ángel para un trabajito – ya que pese a que también los hay en esta interesante película, la columna vertebral de la misma no es una cosa ni la otra, sino la fuerte relación de corte paterno-filial que se establece entre ambos personajes y, a la postre, la búsqueda por parte de Ángel de ese lugar en el mundo que Vidal parece tener tan claro y que a él, criado con ese fuerte sentido de lo que está bien y lo que está mal, aun se le escapa.

Con mimbres bastante clásicos – el tipo que vuelve del pasado, el joven que no sabe lo que quiere, la novia ambiciosa que empuja a éste a seguir el camino de Vidal para prosperar, el boxeo como metáfora de la tensa lucha entre contrarios, etc. – Daniel Cebrián y su co-guionista Imanol Uribe (se nota, y mucho, su mano en este guión cuidadosamente medido) construyen una obra que amaga con ir por unos derroteros y, por seguir con el símil boxístico, luego esquiva, finta y golpea al espectador con la fuerza de esa magnética relación que se establece entre Vidal y su joven pupilo. Vidal es la fuente de un conocimiento de la vida que Ángel, criado en un barrio del que se adivina que nunca ha salido, carece. Sus armas son sencillas: le muestra a Ángel lo que él considera que es la verdad que subyace en el mundo, le obliga a replantearse sus jacobinos conceptos del bien y del mal y aprovecha su desesperación para, mostrándole la vida que podría llegar a tener si acepta ser su socio, convencerle de que otro camino es posible. Vidal, portentosamente interpretado por un Darío Grandinetti que borda su papel, es un hombre medio argentino, medio español que no dispone de un lugar al que considerar su hogar pero que no carece de sobradas razones para hacer lo que hace, y cuyos actos, por muy poco morales que nos parezcan, pretenden justificarse dentro de esa peculiar deontología del oficio de ladrón que cuestiona lo que es inmoral desde una perspectiva mucho más global que se regocija en cierta perversa “justicia poética”, si bien el compromiso ético de Vidal, muy firme en determinados aspectos, no lo es tanto en otros, lo que se traduce en un personaje complejo, poliédrico, inquietante… Por su lado, Alex González aguanta razonablemente bien al envite si bien su personaje, construido de forma un poco más simple desde el guión, presenta algunas flaquezas (su dependencia del tópico papel que interpreta Alberto Ferreiro, jocosamente llamado Dienteputo) que lo hacen caminar por senderos algo más trillados, pero coherentes con esa relación profesor-alumno al estilo gremial que domina toda la película.

El trabajo de Daniel Cebrián detrás de la cámara resulta además bastante digno de elogio. Con una puesta en escena de corte más bien clásica y sin permitirse aspavientos técnicos que distraigan la atención del espectador de la historia que pacientemente se desarrolla ante sus ojos más allá de una siempre comedida cámara al hombro, la película tiene una factura bastante correcta en la que destaca un buen trabajo de fotografía de Gonzalo Berridi que ofrece una amplia variedad cromática pero casi siempre apagada, como si la película pretendiera tener ese aire de obra en blanco y negro (referentes absolutos de lo que está bien y lo que está mal) que luego se ven difuminados precisamente por la presencia de esos colores un tanto apagados, rebajados digitalmente, algo que va muy bien con el espíritu de una película que precisamente plantea ese tipo de debates morales sin tomar claramente partido y dejando espacio al espectador para que saque sus propias conclusiones. De igual buena forma funcionan los temas de BajoFondo Tango Club, el grupo de Gustavo Santaolalla que el director, con buen criterio, ha elegido para la película (“Con esa base rítmica en la que de repente irrumpen un bandoneón y ritmos inequívocamente argentinos representan a la perfección la forma en la que Vidal irrumpe en la vida de Ángel” diría el director en rueda de prensa) y a la película solo cabe reprocharle cierta previsibilidad y la marginación casi absoluta que sufren los al principio importantes personajes femeninos (correctas Eva Marciel y Pilar Aparicio), algo entendible en cuanto este Segundo Asalto es por encima de todo la historia de Vidal y Ángel, como deja bien a las claras esa lograda y abierta secuencia final de una película si no notable, sí algo más que correcta.

Banquete de Boda: Lograda mezcla de géneros. Alguno de ustedes, leyendo estas líneas, estará pensando “¡Oh, dios mío, otra peli más de bodas no, por favor!” y la verdad sea dicha, no les faltan motivos. Pero les aseguro que, pese a que son cientos las películas que de una u otra forma utilizan ese rito social como base para sus historias (ayer mismo teníamos Conversations On Other Women, cuyo punto de partida inicial era precisamente ese), Banquete de Boda es muy, muy diferente. Tanto que la verdad es que no se había hecho una aprovechamiento tan interesante de las bodas como detonantes de violentos conflictos desde los tiempos de Celebración, si bien el tipo de violencia de la película de Thomas Vinterberg y ésta difieren considerablemente. Ya sabemos de sobra a estas alturas que toda película que adapta para la gran pantalla un cómic no tiene ni mucho que menos que ser una obra de superhéroes. En ocasiones, nada más alejado de la realidad y ahí están Camino a Perdición o la reciente Una Historia de Violencia para demostrarlo. El autor belga Jean Van Hamme publicó una obra, Lune de Guerre, que obtuvo un enorme éxito en su país y en la vecina Francia (en España también ha sido editado) y que narraba la forma en la que un simple banquete de bodas acababa por convertirse en una espiral de violencia que amenazaba con llevarse por delante a un buen puñado de los participantes en la misma. Y esa historia es la que Dominique Deruddere, un director que ya fue nominado al Oscar por Everybody Famous y que aquí ha convertido dicho cómic en una divertida a la vez que inquietante película que, por desgracia para todos, no se atreve a llevar hasta las últimas y terribles consecuencias.

La película tiene un inicio de lo más prometedor y divertido. Hermann, un arrogante hombre de negocios, acostumbrado a salirse siempre con la suya ya sea por las buenas o las malas, ha organizado la boda de su hijo menor, al que en realidad desprecia por no considerarlo un hombre de carácter. Es un tipo curioso, capaz de detener la comitiva nupcial para liarse a tiros con unos faisanes en un predio cercano, ante el asombro de los invitados y de los espectadores, claro está. Mark, que así se llama el novio, por su parte no piensa en otra cosa que en dar por terminada la ceremonia y el banquete para iniciar una nueva vida con su esposa y alejarse lo más posible de ese hombre al que odia con bastantes motivos. Los pocos invitados al enlace se juntan en un pequeño hotel en obras perdido en mitad del campo donde no hay cobertura para los móviles, un negocio sito en un terreno que Hermann pretende que Franz, el dueño del hotel, le venda, algo a lo que éste se niega por sistema. Por un incidente mínimo durante el aperitivo del banquete, Hermann monta en cólera y obliga a todos los invitados a abandonar el hotel, dejando además la cuenta sin pagar… y olvidando a su esposa y a su nuera, que están en el lavabo, donde son encerradas bajo llave por Franz, que se niega a liberarlas si previamente Hermann no abona la cuenta pendiente. A partir de ahí se desata la tormenta: el dueño del hotel y los miembros del personal (más algún cliente ocasional, como un hombre de negocios acompañado de una guapa mujer y una pareja de excursionistas) se atrincheran con sus rehenes mientras Hermann y sus hombres sacan las escopetas y aíslan el hotel, impidiendo toda comunicación con el exterior. Comienza la guerra.

Banquete de Bodas es una película cuyo género resulta complicado de definir. Empieza como una comedia amable, para irse ennegreciendo de forma progresiva hasta convertirse en una terrorífica lectura sobre la facilidad con la que el hombre es capaz de dejarse arrastrar por la violencia con resultados imprevisibles. Con un guión extraordinario que hilvana a la perfección los numerosos personajes y va encadenando las situaciones de forma tal que todo tiene una justificación o, al menos, una razón de ser de acuerdo con los caracteres de los personajes, Dominique Derudddere construye una obra sumamente entretenida en la que la obcecación de dos hombres que no piensan ni por un instante dar su brazo a torcer y a los que, la verdad, les importa bastante poco arrastrar a un buen puñado de inocentes en su pelea particular. La película va creciendo en intensidad según se hace más evidente que aquello puede acabar como el rosario de la aurora – la presencia de armas que van desde rifles con mira telescópica a viejas escopetas de caza de dos cañones, pasando por ¡viejas granadas de la II Guerra Mundial!, hacen infinitamente más fácil esa posibilidad – y toda la peripecia se tiñe de un inquietante humor negro según van creciendo las hostilidades y los equívocos que pueden conducir en cualquier momento al desastre. La verdad es que cada vez que parece que va a hacer su aparición el sentido común, el milimétrico guión se las apaña para proporcionar algún hecho o circunstancia – también algún que otro secreto familiar aprovecha para aflorar, como suele suceder en las crisis, - que vuelve a encabronar a los personajes unos contra otros y aquello amenaza con convertirse en una espiral sin fin. Sin embargo, a la hora de la verdad y pese a algún amago en ese sentido, la película no termina de llevar a sus últimas consecuencias su interesante propuesta y permite que los personajes tengan un mínimo espacio para detenerse y pensar por un momento el sinsentido de la situación que ellos mismos se han ido construyendo, con lo que una obra que en realidad pide a gritos terminar como el famoso Deliverance de Boorman, opta por ofrecer una resolución bastante poco acorde con lo mostrado hasta ese momento, lo que sin duda perjudica no poco al balance final de una película que pese a ello se configura como una propuesta francamente sólida que provocó unánimes aplausos en la sala del Teatro Calderón. Dos curiosidades: el actor Armin Rohde, que interpreta a Hermann, guarda un sospechoso parecido con Tim Curry… y su padre parece el mismísimo Gila reencarnado.

Sueños de Shangai: El sueño del retorno imposible.
A la sección Punto de Encuentro pertenece esta película que ya recibió el Premio del Jurado en el pasado Festival de Cannes y que está dirigida por Wang Xiaoshuai (el mismo de La Bicicleta de Pekín) que parte de un material autobiográfico para construir una película sobre los conflictos generacionales de una chica de 19 años con su padre, fuertemente condicionados por unas muy especiales circunstancias políticas que afectan a la vida de esas personas de manera determinante. A mediados de los años 70, la China Comunista vivía inmersa en el miedo a un conflicto con la Unión Soviética, dado que sus relaciones en aquellos años no atravesaban precisamente una buena época. Por el miedo a una futurible invasión, el Gobierno chino dispuso que una serie de fábricas consideradas de cierta importancia para el país fueran trasladadas al interior, una zona mucho más pobre de la China Continental, para formar lo que entonces se denominó “La Tercera Línea de Defensa”. Por supuesto, un gran número de trabajadores abandonaron su vida en las grandes ciudades y se trasladaron con sus familias a los nuevos emplazamientos de dichas fábricas, lugares mucho más atrasados donde debían iniciar una vida que se suponía iba a tener un carácter temporal. El problema es que una vez allí, a los trabajadores se les impidió, salvo contadas excepciones, regresar a sus lugares de origen y esa nueva vida que, en principio, tenía carácter temporal se convirtió en definitiva. Tanto es así que muchos de los descendientes de aquellos trabajadores aun siguen en esas zonas del interior, aunque ya no sueñan con volver a sitios como Shangai algún día y se han resignado a su suerte.

La película se ambienta precisamente a principios de los años 80, cuando la familia protagonista, como muchas otras, aun sueña con volver y con que sus hijos tengan una educación mejor que la que pueden recibir en sus nuevos lugares de acogida. Eso implica que no deben relacionarse con los “locales” (es decir, los habitantes de toda la vida) porque eso puede significar renunciar a esa posibilidad remota y quedarse atrapados allí para siempre. Nuestra protagonista es una chica normal de 19 años a la que presiona un padre extremadamente estricto que la vigila de forma constante. Pero Quinghong, que así se llama la chica, preferiría tener algo más de libertad en el sitio donde vive, que está naciendo a las nuevas cosas que, con cuentagotas, van llegando del mundo occidental, como la moda o la música: ella no sueña con Shangai, sueña con ser feliz donde está y librarse de la asfixiante presión de su padre. El conflicto es imparable, pues a la normal lucha generacional entre padre e hija se suma el peso constante de la culpa y el fracaso que ese padre, impedido de volver a Shangai y por tanto atrapado en ese lugar perdido en el interior del país, siente sobre sus hombros: necesita creer que sus hijos van a poder disponer de una vida mejor, aun a costa de ahogar por completo la libertad de movimientos de su hija, imposibilitada de hacer, en la ya de por si extremadamente estricta sociedad en la que vive, lo que hacen los adolescentes de su edad.

Wang Xiaoshuai vivió una situación muy similar a la que se describe en la película, y de ahí que sepa muy bien de lo que está hablando. En la descripción detallada de la pesada atmósfera de ese lugar marcado por la absoluta falta de libertad de movimientos de los habitantes de esas comunidades encontramos motivos más que suficientes para entender tanto a ese padre estricto obsesionado con sacar a sus hijos de ese lugar al que nunca debieron ir como a las naturales ansias de vivir de una joven que, como cualquier chica a su edad, empieza a descubrir el mundo que le rodea. El miedo a que ésta se enamore y se quede embarazada de un joven “local” –algo que en la práctica equivale a una condena perpetua en ese sitio- es muy palpable y ese miedo pesa en cada uno de los tiránicos actos de ese padre controlador. Sus hijos, en cambio, aunque puede que nacidos en Shangai, no conocen otra vida que la que han llevado en su pueblo y no entienden por qué se les impide disfrutar de ella, sacrificando el presente por un futuro del que, aparte de que puede que nunca llegue, ni siquiera pueden alcanzar a entender su importancia: nunca han sentido una ciudad como Shangai como propia y, por lo tanto, jamás podrán compartir los deseos de sus padres. Xiaoshuai se aplica a la descripción de una historia bastante cargada de momentos dramáticos con una puesta en escena contemplativa y de ritmo pausado – acaso quizás demasiado – pero su propio ajuste de cuentas con el pasado no carece de valor ni de momentos inspirados, más allá de alguna que otra exageración en el relato. Son sumamente divertidos, sobre todo al ojo occidental, la forma en la que los jóvenes de ese pueblo van descubriendo e incorporando la moda occidental – para evidente disgusto de sus mayores – o se reúnen en la clandestinidad para escuchar lo último llegado de occidente (¡cielo santo, Abba!) en unos inenarrables guateques clandestinos en los que la actitud lo es todo y la curiosidad, la norma. Hay un logrado trabajo de los actores (Yao Anlian, en el papel del sufrido padre, está esplendido) y quizás lo único que cabe reprocharle a esta interesante película que descubre unos hechos desconocidos para el espectador occidental es un cierto exceso de tremendismo en un relato que ya de por sí resultaba bastante dramático.

Mañana es el último día de la sección oficial, con Manderlay de Lars Von Trier y la incógnita polaca Moj Nikifor que cerrará el certamen. Luego quedará la película francesa Feliz Navidad, elegida para la ceremonia de clausura, en lo que empieza a ser toda una tradición en la Seminci, ya que, como sucediera el pasado año con Los Chicos del Coro, ésta ha sido la elección de la Academia Francesa para representar a dicho país en los Oscar. Y Lars Von Trier sin haber dado todavía señales de vida... Para mi que no se va a dignar aparecer, y mira que es una lástima...

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